lunes, 20 de febrero de 2017

MEMORIA DEMOCRÁTICA (HISTÓRICA), UNA NUEVA ESTRATÉGIA QUE IMPULSE EL PROCESO CONSTITUYENTE

Para hablar de Memoria Histórica hay que colocar en primer término el concepto impunidad. ¿Qué significa impunidad? NO Juzgar los crímenes franquistas. Pero, además hay que hablar no solo de juzgar los crímenes de ese régimen, sino de juzgar al propio régimen, sus orígenes y consecuencias: condenar el franquismo. Pero no una mera condena panfletaria o proclama institucional, es necesario una condena político-jurídica que corrija lo que el franquismo destruyó y construyó.
La lucha contra la impunidad y por la memoria, si quiere ser efectiva, debe pasar por saber cuáles son los verdaderos objetivos ideológicos de esa lucha. Y en esta lucha, hay evidentemente dos posiciones encontradas, los que defienden el franquismo, su régimen y la evolución de éste tras la muerte del dictador (aunque públicamente digan lo contrario), y los que entendemos que no podemos dirigirnos a un proceso constituyente, hacia una verdadera democracia homologada, si no colocamos legalmente al franquismo en el lugar que le corresponde ante la historia y ante el derecho.
Hay un texto del que debemos partir:
“La Asamblea General recuerda que, en mayo y junio de 1946, el Consejo de Seguridad hizo un estudio sobre la posibilidad de que las Naciones Unidas tomaran nuevas medidas. El Subcomité del Consejo de Seguridad encargado de tal investigación llegó unánimemente a la conclusión de que:
(a) En origen, naturaleza, estructura y conducta general, el régimen de Franco es un régimen de carácter fascista, establecido en gran parte gracias a la ayuda recibida de la Alemania nazi de Hitler y de la Italia fascista de Mussolini.[1]
No es necesario que lo dijese Naciones Unidas, pero es importante, porque -además de ubicar a Franco y su régimen al lado de los fascistas en la Segunda Guerra- nos sitúa en el lugar correcto desde donde se debe concentrar el análisis de, ante qué y ante quienes nos situamos.
No se puede acabar con la impunidad del régimen franquista si no utilizamos todo el derecho internacional emanado de Núremberg para con los regímenes fascistas (como se ha hecho en el resto del mundo) y si no lo hacemos desde una clara posición antifascista. De no hacerlo así, estaremos comportándonos, aunque no lo pretendamos, en defensores de lo que tratamos de combatir.
Y este análisis requiere también tener claro, que quiénes han mantenido hasta hoy este régimen y su heredero, el régimen del 78, son conscientes de esa realidad jurídico-política y han mantenido una estrategia exitosa que ha evitado ese enjuiciamiento y esa condena, siendo conscientes de que el afrontar tanto éste como aquella, desembocaría en un final de régimen. De ahí todo el diseño de un verdadero sistema de impunidad, que ya es conocido como el “sistema de impunidad español” que fue exportado a América Latina, Chile, Argentina, etc, y ahora a Colombia. Países que sólo acabaron con su sistema, el día que comprendieron la necesidad de utilizar los tipos penales del derecho internacional, emanados de Núremberg y declarar nulas las leyes “mordaza”, leyes de amnistía y “punto final” que consolidaban dicha impunidad.
Es por ello  que, a pesar de los años transcurridos, cualquiera que se acerca a esta cuestión se encuentra con la dejación por parte del Estado de la cuestión de las víctimas, de la memoria y de los derechos humanos. Y es precisamente desde el discurso de derechos humanos desde donde se puede hacer frente a la situación concreta y exigir al Estado la justicia necesaria para poner fin a la situación de desmemoria, dejación e impunidad a que se ha reducido esta cuestión de forma, muchas veces, intencionada. Pero desde los derechos humanos entendidos en toda su extensión, sin excluir la aplicación del derecho internacional emanado desde la Segunda Guerra Mundial y Naciones Unidas hasta nuestros días, sin exclusiones ni atajos, en toda su extensión.
Y de nuevo no es algo que se le ocurra al que escribe, es uno de los fundamentos de ese cuerpo jurídico emanado de Naciones Unidas en relación con los derechos humanos. Así se especifica en el informe Joinet sobre la cuestión de la impunidad de los autores de violaciones de los derechos humanos en aplicación de la decisión 1996/119 de la Subcomisión de Prevención de Discriminación y Protección de las Minorías, E/CN.4/Sub.2/1997/20.[2]
Por contrapartida -dice el informe- tiene, a cargo del Estado, el "deber de la memoria" a fin de prevenir contra las deformaciones de la historia que tienen por nombre el revisionismo y el negacionismo. En efecto, el conocimiento -para un pueblo- de la historia de su opresión pertenece a su patrimonio y como tal debe ser preservado. Tales son las finalidades principales del derecho de saber en tanto que derecho colectivo.
Por lo tanto, las estrategias del propio régimen del 78 de reducir el derecho a saber al plano meramente privado, es decir, a ser un derecho solamente de las familias, de recoger a sus enterrados y llevárselos sin más, que es lo que ha legislado la mal llamada “Ley de Memoria Histórica” estatal, no es más que un intento táctico del revisionismo de no cumplir los principios del derecho internacional con el fin de seguir garantizando la impunidad.
Sirva esto de ejemplo de que no solamente existe un sistema de impunidad, sino que el mismo va evolucionando y consolidándose incluso con el apoyo de gentes con buena fe, pero que son utilizadas para conseguir lo que contrariamente y tan desesperadamente persiguen.
Sigue siendo inaceptable, tal y como establecimos en el documento La cuestión de la impunidad de los crímenes franquistas” (firmado en 2004 por la mayoría de asociaciones memorialistas de nuestro país), que los familiares de las víctimas que han visto pasar los años de democracia en silencio y humillación, vean que se les va la vida entre las manos sin conocer el destino final de los que sufrieron los actos planificados de exterminio y que no puedan, aún con los datos históricos en la mano, proceder a la recuperación de sus restos en forma legal, legítima y con los honores que les corresponden, llegando al absurdo jurídico de jueces que se niegan a proceder de conformidad con las normas legales vigentes y que, muchas veces, ni siquiera haya un letrado dispuesto a asistirles.
Y ello es así por no querer ubicar el origen del problema en la etapa histórica donde nació, no querer usar el derecho internacional de los derechos humanos y el derecho humanitario emanado de Núremberg, y utilizar tipos jurídicos ilegales en derecho internacional como la Ley de Amnistía, y consolidarlos con nueva normativa como las leyes de memorias, ambos últimos divergentes con ese derecho internacional mencionado.
Los crímenes de la represión franquista se enmarcan en el contexto europeo y su calificación viene dada por el derecho emanado de Núremberg. El significado del proceso de Núremberg no queda tanto en su función de cierre de una época, sino en la apertura de otra en la que prime un nuevo derecho humanitario internacional, una nueva vigencia de los principios universales de los derechos humanos.
Quien fuera Juez de la Corte Suprema de Justicia de los Estados Unidos y, en lo que al Tribunal Militar Internacional de Núremberg  se refiere, Fiscal Supremo por parte de los Estados Unidos, Robert H. Jackson, durante el juicio expresó lo siguiente:
El trato que un gobierno da a su propio pueblo, normalmente no se considera como asunto que concierne a otros gobiernos o la comunidad internacional de Estados. El maltrato, sin embargo, de alemanes por alemanes durante el nazismo traspasó, como se sabe ahora, en cuanto al número y a las modalidades de crueldad, todo lo que la civilización moderna puede tolerar. Los demás pueblos, si callaran, participarían de estos crímenes, porque el silencio sería consentimiento.

El 13 de febrero de 1946 la Asamblea General de la ONU adoptó la Resolución 3 (1), en la que "toma conocimiento de la definición de los crímenes de guerra, contra la paz y contra la Humanidad tal como figuran en el Estatuto del Tribunal Militar de Núremberg de 8 de agosto de 1945", es decir, tal cual figuran en el artículo 6 y siguientes del Estatuto. La redacción definitiva es:
(c) CRÍMENES CONTRA LA HUMANIDAD: a saber, el asesinato, el exterminio, el sometimiento a esclavitud, la deportación y otros actos inhumanos cometidos contra cualquier población civil antes de la guerra o durante la misma; la persecución por motivos políticos, raciales o religiosos en ejecución de los crímenes que sean competencia del Tribunal o en relación con los mismos, constituyan o no una vulneración de la legislación interna del país donde hubieran sido perpetrados.
Los dirigentes, organizadores, instigadores y cómplices participantes en la elaboración o en la ejecución de un plan común o de una conspiración para cometer cualquiera de los crímenes antedichos son responsables de todos los actos realizados por cualquier persona en ejecución de tal plan.
Por su parte, el Secretario General de la ONU, Trygve Lie, en su informe complementario, sugirió el 21 de octubre de 1946 que los Principios de Núremberg fuesen adoptados como parte del Derecho Internacional. En su Resolución 95 (I) de 11 de diciembre de 1946, la Asamblea General de la ONU aceptó formalmente la sugerencia y por lo tanto, "confirma los principios de Derecho Internacional reconocidos por el Tribunal de Núremberg y por la Sentencia de ese Tribunal".
El efecto de las resoluciones mencionadas es consagrar con alcance universal el derecho creado en el Estatuto y en la Sentencia del Tribunal de Núremberg. Su vigencia en España ya fue reconocida al ratificar el Convenio de Ginebra relativo al trato debido a los prisioneros de guerra, de 12 de agosto de 1949 (BOE de 5 de septiembre de 1952 y de 31 de julio de 1979), que en su Art. 85 está remitiendo a los "Principios de Núremberg" aprobados por la Asamblea General de la ONU mediante resolución de 11 de diciembre de 1946.
A su vez, mediante Resolución 177 (II), de 21 de noviembre de 1947, relativa a la Formulación de los principios reconocidos por el Estatuto y por las sentencias del Tribunal de Núremberg, la Asamblea General, decide confiar dicha formulación a la Comisión de Derecho Internacional. Los Principios y Crímenes se  adoptan en 1950:
Principio I. Toda persona que cometa un acto constitutivo de delito a la luz del Derecho Internacional es responsable del mismo y está sujeto a castigo.
Principio II. El hecho de que el derecho interno no prevea pena alguna para un acto constitutivo de delito a la luz del Derecho Internacional, no exime de responsabilidad, conforme al mismo derecho, a quien hubiere perpetrado tal acto.
 Principio III. El hecho de que la persona que haya cometido un acto constitutivo de delito a la luz del Derecho Internacional, haya actuado como Jefe de Estado o como funcionario público, no la exime de responsabilidad conforme al Derecho Internacional.
Principio IV. El hecho de que una persona haya actuado en cumplimiento de una orden de su Gobierno o de un superior, no la exime de responsabilidad conforme al Derecho Internacional, siempre que de hecho haya tenido la posibilidad de elección moral.
Principio V. Toda persona acusada de un crimen conforme al Derecho Internacional, tiene derecho a un juicio justo sobre los hechos y sobre el derecho. Principio VI. Los crímenes que se enumeran a continuación son punibles bajo el Derecho Internacional:
c) Crímenes contra la Humanidad; a saber: El asesinato, el exterminio, la esclavitud, la deportación y otros actos inhumanos cometidos contra la población civil, o las persecuciones por razones políticas, raciales o religiosas, cuando tales actos sean cometidos o tales persecuciones sean llevadas a cabo en ejecución de, o en conexión con, cualquier crimen contra la paz o cualquier crimen de guerra.
Principio VII. La Complicidad en la perpetración de un crimen contra la paz, un crimen de guerra o un crimen contra la humanidad de los enumerados en el Principio VI es un crimen bajo el Derecho Internacional.
Esta elaboración de los principios de Núremberg a cargo de la Comisión de Derecho Internacional incluye la complicidad -en los crímenes contra la paz, en los crímenes de guerra y en los crímenes contra la humanidad- en cuanto crimen internacional, es decir, la complicidad en un acto que constituye un crimen de Derecho Internacional es en sí misma un crimen de Derecho Internacional.
La constatación por el Secretario General del carácter consuetudinario de estos instrumentos es vinculante para todos los Estados conforme al artículo 25 de la Carta de la ONU; el Consejo de Seguridad aprobó el Informe del Secretario General por el que reconocía el carácter de derecho consuetudinario del Estatuto de Núremberg y sin ninguna reserva (S/Res/827, 25 de mayo de 1993, pár. 2; Informe del Secretario General (S/25704)).
Los Estados de la comunidad internacional tienen por tanto la obligación erga omnes de aplicar los principios emanados de Núremberg, entre otras cosas, porque la mera pertenencia a la Organización de las Naciones Unidas mediante la aceptación del estatuto de la misma, lleva insita la aceptación y el compromiso de hacer cumplir los principios que, emanados de Núremberg, han pasado a ser Derecho Internacional de obligado cumplimiento, tanto consuetudinario como convencional.
En el caso español, además, la primacía del derecho internacional sobre el derecho interno viene dada por los arts. 10 y 96 de la Constitución española de 1978. El artículo 10.2 de la Constitución establece que "las normas relativas a los derechos fundamentales y a las libertades que la Constitución reconoce se interpretarán de conformidad con la Declaración Universal de Derechos Humanos y los Tratados y Acuerdos Internacionales sobre las mismas materias ratificados por España".
A su vez, el Art. 96.1 dice que "los Tratados Internacionales válidamente celebrados, una vez publicados oficialmente en España, formarán parte del ordenamiento interno. Sus disposiciones sólo podrán ser derogadas, modificadas o suspendidas en la forma prevista en los propios Tratados o de acuerdo con las normas generales del Derecho Internacional".
Es en este marco y con esta normativa, que además Naciones Unidas ha ido consolidando a lo largo de los años, bajo los que se deben juzgar los crímenes del franquismo y el régimen de Franco. Si ignoramos esta obligación legal, dejamos en manos del interés interno del propio régimen la voluntad efectiva o no de juzgar dichos crímenes.
¿Que han hecho para evitar esa ejecución los defensores de la impunidad en España?, ignorar dichas normas y construir un entramado jurídico que evita que las mismas se apliquen. Y ¿cuáles son los pilares de ese entramado? Además de una administración de justicia, que al menos en su cúspide los ignoran consciente e interesadamente, su principal pilar es la preconstitucional  Ley de Amnistía de 1977 y la mal llamada Ley de Memoria  Histórica, tanto la estatal como las de las comunidades que tienen el mismo fundamento.
El artículo 2 de la Ley de Amnistía de 1977,  Ley 46/1977 de 15 de octubre dice:
En todo caso están comprendidos en la amnistía:
a) Los delitos de rebelión y sedición, así como los delitos y faltas cometidos con ocasión o motivo de ellos, tipificados en el Código de justicia Militar.
b) La objeción de conciencia a la prestación del servido militar, por motivos éticos o religiosos.
c) Los delitos de denegación de auxilio a la Justicia por la negativa a revelar hechos de naturaleza política, conocidos en el ejercicio profesional.
d) Los actos de expresión de opinión, realizados a través de prensa, imprenta o cualquier otro medio de comunicación.
e) Los delitos y faltas que pudieran haber cometido las autoridades, funcionarios y agentes del orden público, con motivo u ocasión de la investigación y persecución de los actos incluidos en esta Ley.
f) Los delitos cometidos por los funcionarios y agentes del orden público contra el ejercicio de los derechos de las personas.

Aquí escondido en su artículo dos, letras a) y f), se encuentra la verdadera razón de que en nuestro país, de una manera sencilla pero oscura, se eviten la apertura de juicios por los crímenes del franquismo. Pero como vemos, la mencionada ley, emanada de un régimen ilegal e ilegitimo, y contraria al derecho internacional porque el mismo impide amnistiar los crímenes contra la humanidad, no usa el derecho de Núremberg y habla eufemísticamente de los derechos de las personas. Pero además de ello, y es lo importante, se contradice en su contenido con lo anteriormente expuesto.
Además de ser inamnistiables los crímenes contra la humanidad, que es lo que al efecto hace, intenta legislar con tipos penales, que a la fecha de su promulgación no se correspondían con los términos jurídicos usados desde décadas antes por Naciones Unidas.
Y así lo especifica el informe Joinet, antes enunciado, en concreto en su letra B punto 2:
2. Medidas restrictivas justificadas por la lucha contra la impunidad.
30. Medidas restrictivas deben ser utilizadas sobre ciertas reglas de derecho a fin de mejorar la lucha contra la impunidad. La finalidad es evitar que estas reglas sean utilizadas de tal manera que se conviertan en una prima a la impunidad, impidiendo así el curso de la justicia.
a) La prescripción.
31. La prescripción no puede ser opuesta a los crímenes graves que según el derecho internacional sean considerados crímenes contra la humanidad. En consideración a todas las violaciones, la prescripción no puede correr durante el período donde no existe un recurso eficaz. Asimismo, la prescripción no se puede oponer a las acciones civiles, administrativas o disciplinarias ejercidas por las víctimas.
b) La amnistía.
32. La amnistía no puede ser acordada a los autores de violaciones en tanto las víctimas no hayan obtenido justicia por la vía de un recurso eficaz. Carece además de efecto jurídico alguno sobre las acciones de las víctimas relacionadas con el derecho a reparación.

Pero, no obstante a todo lo dicho, la sentencia del Tribunal Supremo 101/2012, absuelve al juez Garzón por la supuesta investigación del franquismo, pone de manifiesto contundentemente lo siguiente:

“Lo que evidentemente no se pretendía ni con las denuncias ni por el instructor que, en realidad, lo que perseguían era la satisfacción del derecho a conocer las circunstancias en que aquellas personas habían fallecido y el lugar en que reposan sus restos, a la manera de los “Juicios de la Verdad” llevados a efecto en otras latitudes, pero que no están reconocidos en nuestro ordenamiento y, menos aún, dentro de un proceso penal que, como hemos visto, tiene un objeto que excluye absolutamente esa clase de finalidad pues “El derecho a conocer la verdad histórica no forma parte del proceso penal…” ya que, como dice la decisión mayoritaria, “difícilmente puede llegarse a una declaración de verdad judicial, de acuerdo con las exigencias formales y garantias del proceso penal sin imputados, pues ellos fallecieron, o por unos delitos, en su caso prescritos o amnistiados.”
Y es que, en efecto, no puede caber duda alguna de que, no sólo los supuestos autores de los ilícitos que se denuncian habían muerto cuando las denuncias se presentan, sino que, en todo caso, sus actos, presuntamente delictivos, habrían sido objeto de amnistía como consecuencia de la LO de 1977 y, por si todo lo anterior fuera poco, se encontrarían además prescritos, de acuerdo con las previsiones de los arts, 130 y siguientes del Código Penal.[3]

Parece evidente la ignorancia consciente del derecho internacional y de las resoluciones de Naciones Unidas, y en concreto del mencionado informe Joinet en aplicación de la decisión de Naciones Unidas 1996/119 de la Subcomisión de Prevención de Discriminaciones y Protección de las Minorías.
Pero la sentencia va más allá en la negación del derecho internacional y de la propia Constitución Española como hemos dicho mas arriba y se atreve a decir sin sonrojo:

Se apoya el acusado en su Auto de 16 de octubre de 2008 en una particular lectura de la Sentencia de esta Sala de 1 de octubre de 2007 (caso “Scilingo”) para sostener que el hecho de que encontrase la investigación de unos delitos de detención ilegal sin ofrecer razón del paradero de la víctima “en el marco de crímenes contra la humanidad” le faculta para atribuirse la competencia, criterio completamente erróneo, como se encargan de explicar mis compañeros suficientemente, habida cuenta de que no sólo la referida “doctrina Scilingo” no avala semejante decisión del acusado en modo alguno sino que, incluso, en esa Sentencia lo que pueden leerse son, en realidad, consideraciones tan contrarias a los intereses del Magistrado como las de la insistencia en la vigencia, en nuestro ordenamiento del principio de legalidad y sus exigencias de “lex pevia, lex certa, lex scripta, y lex stricta”, la irretroactividad del art. 607 bis CP (delitos de lesa humanidad) no se incorporó a nuestro Código hasta el 1 de octubre de 2004, así como la necesidad de una precisa transposición, operada según el Derecho interno, para posibilitar la aplicación del Derecho Internacional Penal, al menos en aquellos sistemas, como el español, que no contempla la eficacia directa de las normas internacionales (art. 10.2 CE), incluidas por supuesto las de carácter consuetudinario y todas aquellas de esta misma naturaleza o de otra distinta en las que intenta apoyar su decisión competencial el acusado.

Como vemos, y evitando consideraciones técnicas que nos llevarían a una mayor extensión del artículo, el Tribunal Supremo español, además de utilizar ilegalmente la Ley de Amnistía, mantiene con claridad que las normas de derecho internacional no se aplican en España, con claro desprecio a todo lo dicho anteriormente.

Y la Ley de Memoria, corre en el mismo sentido, desconocer las normas de derecho internacional “erga omnes”, oponibles contra todos y de aplicación directa en los ordenamientos internos, supone escapar de la aflicción del derecho y garantizar de una forma torticera la más absoluta impunidad, además de destruir conscientemente pruebas de un delito.
Cómo si no, puede entenderse el ignorar el Estatuto de Núremberg cuando dicta el contenido de lo que debe ser el derecho “a saber”:
El derecho a saber el destino final de lo ocurrido a las víctimas de la represión en España, no consiste solamente en el derecho individual que toda víctima, o sus parientes o amigos, tiene a saber qué pasó en tanto que derecho a la verdad. El derecho de saber es también un derecho colectivo que tiene su origen en la historia, para evitar que en el futuro las violaciones se reproduzcan.[4]
Reinterpretando dicho derecho de forma restrictiva y enmarcándolo, en el “desentierre a su familiar”, “yo se lo subvenciono”,  “entiérrelo en su pueblo en la más absoluta privacidad”, y, por supuesto, “olvídese de cualquier tipo de juicio a los asesinos de su familiar y al régimen que planificó su muerte”.
Por lo tanto, es necesario enmarcar la estrategia del memorialismo en el obligado cumplimiento del derecho internacional emanado de Núremberg, y es imprescindible declarar nulas las sentencias por las que el franquismo condenó a los mártires de la democracia, declarar la nulidad de la Ley de Amnistía de 1977 que impide los juicios, y elaborar no una falsa ley de memoria si no una verdadera ley de víctimas dónde se reconozca, como marca el derecho internacional verdad, justicia y reparación.
Ese es el marco de una lucha que no sólo mira al pasado, sino una estrategia que nos sitúa en un órdago al régimen del 78 heredero del franquista, y empuja junto a otras estrategias territoriales, económicas y sociales hacia un nuevo régimen, hacia un proceso constituyente.
Los juicios son necesarios no solo para hacer justicia a todas y cada una de las víctimas, son necesarios para avanzar hacia una verdadera democracia. Hacer homenajes simbólicos y cambiar el nombre de las calles no puede ser la estrategia, al menos no de los demócratas, la verdadera estrategia hoy, la que sirve para transformar el régimen es el centrarse en esa declaración de nulidad de la Ley de Amnistía del 1977, la anulación de las sentencias franquistas y la creación de una Ley de Víctimas. No hay que perder más tiempo en cortinas de humo y falsas estrategias que han demostrado por más de 40 años su ineficacia. El tiempo de la lucha efectiva por la memoria es el presente y su talón de Aquiles esa legislación que debemos atacar.

ANTONIO SEGURA HERNÁNDEZ. Abogado, profesor y activista de Derechos Humanos.
 Madrid diciembre 2016.



[1] Resolución 39(I) de la Asamblea General de la ONU sobre la cuestión española, 12 de diciembre de 1946. http://www.derechoshumanos.net/memoriahistorica/1946-Resolucion-ONU.htm. (Consulta: 27 de septiembre de 2016).


[3] Firmada por Carlos Granados Pérez, Andrés Martínez Arrieta, Julián Sánchez Melgar, Perfecto Andrés Ibáñez, José Ramón Soriano Soriano, José Manuel Maza Martín y Miguel Colmero Menéndez de Luarca.

viernes, 11 de julio de 2014

LAS REFORMAS DE GALLARDÓN (PP) HEREDERAS DE LA IDEOLOGÍA DE CARLS SCHMITT

REPRODUCIMOS UN INTERESANTE ARTÍCULO DE RAMÓN CAMPDERRICH BRAVO QUE PUEDE SERVIR PARA SITUAR CLARAMENTE UN LUGAR IDEOLÓGICO-JURÍDICO DE LAS REFORMAS DEL PARTIDO POPULAR CON EL FIN DE COMBATIR LA SITUACIÓN DE AMENAZA SOCIAL AL ACTUAL SISTEMA POLÍTICO. No debemos olvidar que tanto Manuel Fraga, como el actual ministro de justicia Alberto Ruiz Gallardón se han declarado admiradores del jurista alemán Carls Schmitt.


SOBERANÍA, “ESTADO DUAL” Y EXCEPCIONALIDAD: DE CARL SCHMITT A
LOS ESTADOS UNIDOS DEL SIGLO XXI
 RAMÓN CAMPDERRICH BRAVO
UNIVERSIDAD DE BARCELONA
El modesto propósito de esta comunicación es exponer las claves de la concepción
schmittiana de la soberanía y valorar su idoneidad para la comprensión de las políticas
de excepción norteamericanas vulneradoras de derechos humanos elementales
subsiguientes a los hechos del 11 de septiembre de 2001, idoneidad que ha sido
recientemente reivindicada por numerosos pensadores, destacadamente el filósofo
italiano Giorgio Agamben.
I.
El mundo jurídico-político moderno, entendiendo por tal el que se inicia con el triunfo
en Europa de la idea de soberanía estatal en los siglos XVI y XVII y que ha persistido,
al menos a grandes rasgos, hasta el último tercio del siglo XX, estaría estructurado
conforme a un esquema binario, a juicio de Schmitt.
Los dos términos de dicho esquema binario son, siguiendo en todo momento a Schmitt,
la normalidad, por un lado, y la excepcionalidad, por otro lado. O, dicho con otras
palabras, por una parte la situación normal o estado de normalidad (en alemán: normale
Zustand o normale Situation) y por otra parte la situación excepcional, más
comúnmente designada con las expresiones de “estado de excepción” o “estado de
necesidad” (en alemán: Ausnahmezustand o Notstand o también Notfall). En términos
luhmanianos, el código binario jurídico-político moderno estaría constituido por los
extremos de la normalidad y de la excepcionalidad.
La normalidad o situación normal en Schmitt podría ser identificada con todo orden
sociopolítico existente en un cierto tiempo y lugar que se desenvuelve con regularidad y
que no se haya seriamente cuestionado en el plano interno ni duramente presionado
desde el exterior. La normalidad puede ser descrita como aquella situación en que un
concreto sistema sociopolítico parece bien asentado y que funciona como una
maquinaria relativamente bien engrasada: pensemos, por ejemplo, en las monarquías
absolutas española y francesa de mediados del siglo XVIII o en los incipientes Estados
del Bienestar o Sociales europeos (los estados escandinavos, la República Federal
Alemana, Reino Unido) de la segunda mitad de los años 50 y los primeros años 60.
La excepcionalidad, en cambio, es describible como toda aquella situación en la cual se
vive una fuerte crisis política que implica un cuestionamiento profundo del orden
sociopolítico hasta entonces existente, dicho con palabras quizás más claras, toda
aquella situación que pone en juego la continuidad del orden existente en tiempos de
normalidad, ya se deba esa crisis a factores predominantemente internos o ya resulte de
un enfrentamiento militar con poderes externos. Así, por ejemplo, serían momentos
históricos de la excepcionalidad moderna las guerras civiles de religión europeas de los
siglos XVI-XVII, el gobierno dictatorial de Oliver Cromwell, la Revolución Francesa,
la guerra de Secesión estadounidense o la Revolución de Octubre. Pero la naturaleza de
la excepcionalidad en Schmitt sólo se puede captar adecuadamente si se la considera el
lugar de manifestación por excelencia del fenómeno de “lo político” schmittiano, cuyo
análisis realizaré posteriormente. En este momento lo que interesa en exclusiva es
intentar aclarar la relación que establece Schmitt entre la idea moderna de la soberanía y
el binomio normalidad/ excepcionalidad.
En efecto, según Schmitt, la soberanía moderna está constitutivamente unida a la
dualidad definitoria del orden jurídico-político moderno acabada de señalar. A
diferencia de los grandes clásicos modernos de la filosofía política (Bodin, Hobbes,
Rousseau…), para quienes la soberanía designa la cualidad de un sujeto político (el
titular del poder soberano, obviamente) que se caracteriza por tener atribuida una serie
más o menos amplia de potestades o facultades supremas enumerables, en especial, la
potestad de dictar normas jurídicas abstractas revocables sólo por él mismo, y, por
consiguiente, equiparan el poder soberano a un haz de potestades exclusivas, Schmitt
define al soberano simplemente como aquel sujeto que de facto, esto es, con éxito,
decide sobre la situación excepcional (Schmitt afirma nada más iniciarse el primer
capítulo de Teología política: Souverän ist, wer über den Ausnahmezustand
entscheidet). Tal cosa significa que el soberano sólo emerge, sólo se hace visible, con el
paso de la normalidad a la excepcionalidad y a la inversa y que su principal cometido
consiste en tomar una decisión, la decisión soberana, cuyo valor es doble: decidir si se
dan o no los presupuestos fácticos del estado de excepción y decidir cómo afrontar
dicho estado de excepción. Por consiguiente, la decisión soberana, la decisión sobre el
estado de excepción, posee dos dimensiones: una dimensión constitutiva del estado de
excepción mismo, pues la excepcionalidad, la situación de excepción, no resulta en
Schmitt de una mera constatación objetiva o técnica de unos hechos, sino de una
decisión, de una manifestación de voluntad; y una dimensión de dotación de sentido del
estado de excepción, digamos, una dimensión sustantivizadora del estado de excepción,
pues el soberano también decide las consecuencias sustantivas, político-simbólicas
incluidas, que tendrá la situación de excepción. Esas consecuencias, y es muy
importante subrayarlo, sólo pueden ser dos en Schmitt: la preservación del orden
político existente hasta ese momento (traducido a términos jurídicos: el restablecimiento
del orden jurídico-constitucional) o la constitución, la creación de un nuevo orden
político (traducido a términos jurídicos: la institución de un nuevo orden jurídicoconstitucional).
Por lo tanto, la decisión soberana, la decisión sobre el caso de
excepción, se traduce en última instancia desde la perspectiva de la anterior dimensión
de sentido o sustantivizadora, en la opción soberana entre una vieja normalidad o una
nueva normalidad.
En definitiva, soberano es quien determina con éxito en el mundo moderno qué extremo
de la alternativa representada por el binomio normalidad/ excepcionalidad debe
prevalecer en un cierto tiempo y lugar y qué consecuencias concretas tendrá la situación
de excepción una vez constituida (si la preservación de un orden en crisis o la
instauración de un nuevo orden emergente).
Es importante recordar desde una perspectiva jurídica que, para Schmitt, la decisión del
soberano a favor de la excepcionalidad conlleva necesariamente la suspensión del
derecho positivo vigente en la situación normal. Aquí, en relación con esta idea de la
suspensión en las situaciones de excepción del derecho positivo vigente, entran en juego
las nociones schmittianas de dictadura (Diktatur) y medida contrapuesta a las normas
jurídicas abstractas (Massnahme), cuestiones estas de las cuales no puedo ocuparme en
esta breve comunicación. En esta comunicación me limitaré a indicar las ideas más
básicas en torno a la cuestión de la tesis schmittiana de la suspensión del derecho
vigente necesariamente asociada a la situación de excepción.
Teniendo por objetivo la decisión soberana la preservación de una cierta normalidad o
la instauración de una nueva normalidad amenazadas, la vigencia efectiva del derecho
positivo en un contexto de ruptura de la normalidad sólo constituye un obstáculo para
alcanzar tal objetivo. El único criterio-guía admisible para orientar la creación de esa
situación normal, o, dicho con otras palabras, el único criterio-guía adecuado a los fines
de construcción de una concreta realidad sociopolítica, es, en opinión de Schmitt, un
principio de necesidad acorde con la situación normal o realidad sociopolítica en
cuestión y en modo alguno criterios normativos jurídico-positivos cualesquiera. En
suma, en la situación de excepción, también llamada, recuérdese, estado o situación de
necesidad, la acción pública busca exclusivamente realizar todo lo necesario u oportuno
para alcanzar un determinado resultado fáctico, la situación normal o realidad
sociopolítica queridas por el soberano, coincida o no lo necesario u oportuno con los
contenidos del derecho positivo suspendido. En definitiva, en el estado de excepción no
se suprime o reforma el derecho vigente en tiempos de normalidad, sino que se actúa
forzosamente al margen de éste.
Las nociones schmittianas abstractas de excepcionalidad y decisión soberana se
complementan con la visión del fenómeno de “lo político” formulada en el conocido
trabajo de Carl Schmitt El concepto de lo político. “Lo político” proporciona un
concreto contenido específico a la abstracta situación de excepción.
El fenómeno de “lo político” o, para decirlo con palabras más usuales, la naturaleza de
la política moderna viene dada en Schmitt por dos rasgos elementales que se implican
uno a otro: 1) la intensidad extrema de la política moderna, esto es, su proclividad a
traducirse en conflicto violento y 2) el valor existencial de la misma.
Comentaré primero brevemente el rasgo de la intensidad extrema de la política
moderna, entendiendo por tal aquella que inauguran las guerras civiles de religión
europeas de los siglos XVI y XVII.
El conflicto político es, para Schmitt, todo conflicto colectivo al cual subyace en todo
momento, de manera permanente, la “posibilidad real” de la guerra, en suma, el elevado
riesgo de la aparición de la violencia física grupal a gran escala. Schmitt advierte en
varios sitios que no se debe suponer que defiende una perfecta equiparación entre “lo
político” (las instituciones, las ideas, las acciones calificadas de “políticas”) y la guerra
(la lucha armada efectivamente puesta en práctica). Su idea de la política moderna no
propugna la constante materialización de la política en guerra, sino más bien que aquella
presupone la permanente “posibilidad real” o riesgo de emersión de ésta. Las
agrupaciones políticas en sentido schmittiano no son solamente aquellas que están
estructuradas por unas reglas de juego y unas dinámicas impuestas por la presencia
efectiva de un conflicto bélico, sino también las que se organizan bajo la amenaza
constante de un conflicto armado todavía no acontecido, pero de probable emergencia
en el futuro. De todos modos, esta matización no logra ocultar, a mi entender, la
tendencia que recorre el pensamiento schmittiano a asociar la política genuina con la
guerra y la violencia; al contrario, la pone en evidencia: aunque la política schmittiana
no sea equivalente a actividad bélica permanente, tiene siempre como referente
necesario la guerra, la cual reviste el carácter de manifestación prototípica de la política
moderna en Schmitt.
La otra cara de la moneda de la política moderna en el pensamiento de Schmitt, el
reverso de su modo de ser conflictivo y violento, es su valor existencial. Se podría
entender que las continuas alusiones al valor existencial de “lo político” en El concepto
de lo político son indicativas de la asociación schmittiana de la política con todo aquello
que gira en torno a una cierta forma de identidad colectiva excluyente. El modo de
existencia política en Schmitt es el propio de aquellos colectivos de personas más o
menos amplios, ya se trate de estados, naciones, partidos o facciones de cualquier clase,
que tienen en común poseer una identidad compartida que lleva a los hombres
integrados en esos colectivos a matar y a dejarse matar en nombre de la comunidad, esto
es, a matar y a dejarse matar en una guerra a y por quienes son vistos como una
amenaza a dichos colectivos por la sencilla razón de no pertenecer a los mismos,
resultar “extraños”, como dice una y otra vez Schmitt, a tales colectivos o comunidades
humanas. No está claro cuál es en Schmitt la materia, la sustancia, si la hay, de la que
está hecha esa identidad, esa forma de existencia política, pues el autor alemán fluctúa
entre la homogeneidad de los miembros de la comunidad política y la pura exclusión del
extraño como posibles contenidos de la identidad política colectiva.
En resumidas cuentas, los dos rasgos vistos de la política moderna según Schmitt,
permiten afirmar que para el jurista alemán el mundo moderno, el mundo de los siglos
XVI a XX, es un violento mundo dividido en “amigos” existenciales y “enemigos”
mortales.
Ahora bien, si el mundo moderno hubiera quedado en realidad sólo a merced del
carácter violento y conflictivo y del valor existencial de la política moderna, ese mundo
no habría sido otra cosa, según Schmitt, que un perpetuo e inhabitable bellum omnium
contra omnes hobbesiano. Aquí es preciso indicar, sin que pueda tampoco en este
momento profundizar en ello, que, a juicio de Schmitt, el origen del fenómeno de “lo
político”, o sea, de la moderna política proclive a degenerar en violencia e identitaria y
excluyente por partes iguales se encuentra en la ruptura de la vieja Res publica cristiana
con la Reforma protestante y el proceso de secularización moderno. En opinión de
Schmitt, la identidad política común europea medieval se resquebraja con las guerras
civiles de religión de los siglos XVI y XVII. El orden heredado de la Edad Media se
hunde bajo la presión de las luchas intestinas entre facciones político-religiosas. Surge
entonces la necesidad de encontrar una respuesta a ese estado de guerra, de desorden
permanente, y esa respuesta la constituye el soberano y su decisión, la decisión
soberana. Los primeros grandes teóricos modernos de la soberanía, Bodin y Hobbes,
tuvieron muy presente esto: en opinión de Schmitt, la doctrina de la soberanía de Bodin
fue formulada para restaurar el debilitado poder del monarca frente a las facciones
político-religiosas en el contexto de sangrientas luchas civiles y las verdaderas razones
que impulsaron a Hobbes a escribir su Leviatán se deben rastrear en su Behemoth. La
decisión soberana instituye un orden en un mundo dominado por los rasgos
disgregadores de la política moderna.
¿En qué consiste la creación de orden en virtud de la decisión soberana desde la
perspectiva del fenómeno de “lo político”, atendiendo al punto de vista de Schmitt? En
la imposición en un territorio más o menos amplio –el territorio estatal− de una
identidad política común incuestionable, la identidad colectiva decidida por el soberano
o, vistas las cosas desde el lado negativo o de la exclusión, en la determinación sin
discusión posible del enemigo o enemigos del estado, ya sean estos enemigos grupos
minoritarios presentes en el territorio estatal incapaces de resistirse con éxito al poder
del soberano u otros estados. Por consiguiente, la decisión soberana no erradica “lo
político”, no neutraliza completamente los rasgos de la política moderna, sino que los
canaliza hacia un enemigo que, en principio, refuerza la cohesión interna en el espacio
estatal en lugar de minarla. La política moderna subsiste: por un lado, subsiste como
amenaza de destrucción de orden, pues la paz relativa establecida en virtud de la
decisión soberana siempre puede quedar desbaratada por la guerra civil o una guerra
total entre estados (el estado de excepción es también guerra civil o guerra total entre
estados) y, por otro lado, subsiste como fuente de orden (a través de la designación
soberana de un enemigo interno o externo que refuerza la cohesión interna entre los
súbditos del estado). En conclusión, lo que parece hacer la decisión soberana
schmittiana es proyectar, dirigir, el conflicto político existencial hacia un enemigo
político interno o exterior que refuerza la cohesión social dentro del territorio estatal,
que refuerza, por decirlo así, la cohesión nacional. Y, para Schmitt, esta es la única vía
moderna para neutralizar la guerra civil permanente en la cual se vería sumido el mundo
moderno sin ese remedio.
Lo que se acaba de exponer constituye, a grandes rasgos, la doctrina de la soberanía de
Carl Schmitt, con sus dos piezas elementales de las nociones abstractas de excepción y
decisión soberana, por una parte, y la específica visión schmittiana de la política
moderna o noción de “lo político”, por otra parte.
II.-
A continuación, habría llegado el momento de preguntarse si esta doctrina de la
soberanía de Carl Schmitt, en la cual se contienen también, como se ha visto, sus ideas
sobre el fenómeno de la excepción jurídico-política, tiene alguna especial utilidad para
mejorar nuestra comprensión de las políticas de excepción sucesivas a los hechos del 11
de septiembre de 2001 impulsadas en Estados Unidos, conforme a las tesis defendidas
por pensadores del prestigio de Giorgio Agamben. Pero antes de intentar abordar la
respuesta a esta pregunta, sería conveniente rememorar, siquiera sea muy brevemente,
los ejes que definieron dichas políticas de excepción en el período 2001-2004, único
que ha sido tomado en consideración para elaborar la presente comunicación. Esos ejes
fueron dos: el recurso al poder legislativo ordinario y la invocación de las prerrogativas
del presidente de los Estados Unidos como Comandante en Jefe de las fuerzas armadas
en tiempos de guerra.
En cuanto al primero de los ejes indicados, éste se concretó en la Uniting and
Strengthening America by PRoviding Apropiate Tools Required to Interrupt and
Obstruct Terrorism (USA PATRIOT Act). La USA PATRIOT Act llevó a cabo
fundamentalmente una ampliación del alcance de la Foreign Intelligence Surveillance
Act de 1978 que ha supuesto la suspensión de los derechos civiles básicos reconocidos
en la Cuarta Enmienda a la Constitución de 1787. Esta última ley, más conocida como
FISA, creo una jurisdicción especial y secreta cuya misión era la supervisión de las
investigaciones emprendidas por el FBI justificadas en razones de seguridad nacional,
siempre que éstas no estuvieran dirigidas al esclarecimiento de delitos. La USA
PATRIOT Act extendió esta jurisdicción especial y secreta a las investigaciones
criminales relacionadas, a juicio del FBI, con el fenómeno del terrorismo, o, dicho con
otras palabras, posibilitó la exclusión de las investigaciones destinadas a esclarecer la
comisión y autoría de ciertos delitos de su control por los jueces y tribunales de justicia
ordinarios y de todas las garantías procesales que rodean su actuación. En consecuencia,
dado el carácter secreto de la jurisdicción prevista en la FISA, la USA PATRIOT Act
implicó el restablecimiento de la práctica inquisitorial de los procesos penales secretos
para los propios acusados. Por otra parte, no se debe olvidar que la USA PATRIOT Act
dispuso, además, una detención extrajudicial de inmigrantes irregulares de una duración
máxima de siete días, duración extendida con diversas excusas por el fiscal general
Ashcroft.
Sin embargo, el grado extremo de asunción de poderes de excepción y de violación de
derechos humanos subsiguiente a los hechos del 11 de septiembre fue resultado de la
auto atribución al presidente George W.H. Bush de la condición de Comandante en Jefe
de las Fuerzas Armadas y Navales en la “guerra contra el terrorismo”. La cobertura
jurídica aducida por la Administración Bush fue, aparte del artículo II.2 de la
Constitución de 1787, la Ley de Autorización para el Uso de la Fuerza Militar
(Authorization for Military Force Use Act) de 18 de septiembre de 2001, un claro
retroceso respecto a la War Powers Resolution aprobada tras el desastre genocida de
Vietnam. El Congreso autorizó por anticipado mediante esta ley al presidente Bush a
iniciar y proseguir cuantas guerras le pareciera oportuno: un verdadero cheque en
blanco que el jefe del ejecutivo utilizó con el fin de consagrar su ficción jurídicopolítica
de la “guerra contra el terrorismo” y poder así auto designarse Comandante en
Jefe en tiempos de guerra amalgamando de paso las nociones jurídicas más elementales
en una inextricable confusión.
El poder más exorbitante asociado a esta condición ha sido la facultad de declaración
presidencial unilateral de “combatiente ilegal” o “combatiente enemigo”, para la cual se
intentó hallar una débil base jurídica en la sentencia del Tribunal Supremo en el caso ex
parte Quirin (1942). La Administración norteamericana, amparándose en esa sentencia
del Tribunal Supremo, ha intentado crear una tercera categoría jurídica de detenidos
definida en términos negativos, de exclusión: junto a la categoría de prisionero de
guerra y a la de sospechoso de la comisión de un delito tipificado en las leyes penales,
ha engendrado la categoría del “combatiente enemigo” o “ilegal”, el cual se define por
no ser ni prisionero de guerra, ni sospechoso de la comisión de un delito y que, por
consiguiente, no disfruta de derecho subjetivo alguno, pues las leyes internacionales e
internas sólo tienen presente, en principio, esas dos últimas categorías. En realidad, la
declaración de “enemigo combatiente” o “ilegal” busca privar al detenido de todo status
legal reconocido, tanto desde un punto de vista internacional como intraestatal y, por
ello, guarda una cierta semejanza con la declaración de ennemi hors-la-loi o la
declaración de muerte civil del absolutismo. Las personas declaradas combatientes
enemigos o ilegales por el poder ejecutivo pasaron a ser retenidas en su mayor parte en
la base naval de Guantánamo desde el invierno de 2002. Del grueso de los
“combatientes enemigos”, recluidos en Guantánamo, se debe separar un grupo de
individuos juzgados, a diferencia de los primeros, realmente significativos en la lucha
contra el terrorismo islamista. Éstos últimos fueron objeto de las denominadas
“rendiciones”, “entregas” y “traslados extraordinarios”, es decir, fueron secuestrados en
distintos lugares del mundo y entregados en secreto para su interrogatorio a los
gobiernos de terceros países con amplio historial en materia de tortura de presos
políticos (se calcula que ha habido entre 100 y 150 entregas de este tipo) o recluidos con
esta misma finalidad en campos especiales de la CIA (como el existente en la base
militar de la isla Diego García, en el Índico) o en buques de guerra norteamericanos.
Pero tanto unos como otros, resulta obvio decirlo, han estado durante todos estos años
fuera del alcance de las Convenciones de Ginebra sobre prisioneros de guerra y, por
supuesto, del derecho procesal y penal federal de Estados Unidos, Afganistán, Irak o
cualquier otro estado en virtud de la decisión de la Administración Bush. La especie de
“espacio sin ley” o “espacio vacío de derecho” en la cual han vivido los declarados
“combatientes ilegales” o “enemigos” se ha revelado con especial intensidad en dos
medidas escandalosas del poder ejecutivo estadounidense: la previsión de unas
comisiones militares creadas ad hoc para juzgar a los “combatientes enemigos” o
“ilegales”, contenida en la Orden Ejecutiva de 11 noviembre de 2001, todavía hoy en
vigor, y el intento de esconder la legalización de ciertas modalidades de tortura respecto
de estos “combatientes” bajo el disfraz de la expresión “técnicas de interrogatorio
agresivas”, como han puesto de manifiesto los recientes ensayos de Alberto Montoya y
Mark Danner. Estas dos medidas, en las cuales no es posible extenderse en esta breve
comunicación, plantean a todo jurista interesado en la salvaguarda de los derechos
humanos el siguiente inquietante interrogante: ¿suponen el germen de un futuro
“derecho público del enemigo” de alcance mundial dada la proyección transnacional del
poder norteamericano? En cualquier caso, no cabe duda de que los Estados Unidos de
G.W.H. Bush erigieron en los años 2001-2004 un nuevo derecho de excepción
“personalizado” extraterritorial para no norteamericanos.
La justificación de la atribución de poderes excepcionales al presidente Bush en su
condición de Comandante en Jefe en tiempos de guerra ha tenido también una
importantísima manifestación en el plano de la orientación general de la política
exterior. Se trata de la doctrina de la “legítima defensa preventiva” (o doctrina del
preemptive attack contra los llamados rogue states) formulada en el discurso
presidencial de 17 de septiembre de 2002 titulado Estrategia de Seguridad Nacional.
Como se sabe, esta doctrina significa que Estados Unidos se arroga el derecho a
emprender unilateralmente una guerra contra cualquier país al margen del sistema de
seguridad colectiva de la Carta de Naciones Unidas, esto es, en contra de ese estimable
intento de comenzar a construir un estado de derecho mundial. Dadas las esperanzas de
revitalización de dicho sistema posteriores al final de la Guerra Fría, se puede equiparar
esta doctrina a un “golpe de estado” internacional contra las Naciones Unidas y su
consiguiente “estado de excepción global”.
La concepción schmittiana de la decisión soberana como decisión sobre la situación de
excepción tiene interés a efectos de la comprensión de las políticas de excepción
decididas en los años del primer mandato del presidente G.W.H. Bush, pero, a mi juicio,
no de forma inmediata, en contra de la opinión de Giorgio Agamben − Homo sacer II,1-
Estado de excepción −, sino mediatamente, a través del desarrollo teórico que hace
Ernst Fraenkel, discípulo socialdemócrata de Carl Schmitt, del binomio normalidadexcepcionalidad
en la ya obra clásica The Dual State/ Der Doppelstaat.
El estado moderno habría sido a partir de las revoluciones liberales de los siglos XVIII
y XIX, según Fraenkel, un ente esquizofrénico, una especie de Dr. Jekyll y Mr. Hyde
colectivo, si se me permite la metáfora literaria. Por un lado, en la experiencia histórica
occidental y en la propia organización del estado en Europa y Norteamérica, éste ha
sido lo que Ernst Fraenkel llama un “estado normativo” (desarrollo teórico de la
componente ′normalidad′ del binomio schmittiano), cuyo modelo ideal ha sido el
“estado de derecho”. La expresión “estado normativo” de Fraenkel hace referencia a
aquellos ámbitos de la actividad estatal sometidos a una reglamentación jurídicopositiva
más o menos coherente y fiscalizables por un poder judicial independiente. Por
otro lado, el estado contemporáneo presentaría también una dimensión antagónica a la
anterior, la del “estado discrecional” (desarrollo teórico de la componente
′excepcionalidad′ del binomio schmittiano). Dicho “estado discrecional” se identificaría
con aquellos ámbitos de actuación del complejo del poder estatal en los cuales rige la
más absoluta discrecionalidad, esto es, ámbitos regidos en exclusiva por criterios de
conveniencia u oportunidad para la consecución de los objetivos reales perseguidos por
cada régimen político, sin miramientos hacia las garantías jurídicas de los ciudadanos.
La presencia de un “estado discrecional” es, según Fraenkel, una constante de la
experiencia estatal de los siglos XIX y XX, incluso en aquellas naciones y períodos en
que el “estado de derecho” ha parecido más firmemente asentado. A la historia del
“estado discrecional” pertenecen cosas como los estados de excepción de la historia
constitucional liberal, la continua represión del movimiento obrero en el siglo XIX, la
administración colonial de los colonizados y un largo etcétera. Y, naturalmente, ha
existido un gran número de regímenes de muy distinta naturaleza en que el “estado
discrecional” ha prevalecido con claridad sobre el “estado normativo”. Lo que importa
subrayar es que, para Fraenkel, la tensión “estado normativo”-“estado discrecional” es
consustancial al capitalismo contemporáneo; es, sobre todo, vital para sus sectores
económicos más poderosos. Estos sectores han necesitado siempre, a juicio de Fraenkel,
tanto de un “estado normativo” que garantizase ciertos derechos individuales, sobre
todo los patrimoniales, y una cierta previsibilidad conforme a normas de las acciones
del estado, como de un “estado discrecional” que reprimiera el descontento social,
ofreciese nuevas oportunidades extra-ordinarias de enriquecerse e hiciese frente con
todos los medios compatibles con el mantenimiento del statu quo socioeconómico a las
crisis sociales y políticas derivadas del propio funcionamiento del capitalismo.
Estados Unidos ha sido precisamente eso, un “doble estado” o “estado dual”, por lo
menos desde el final de la Segunda Guerra Mundial, cuando quedó conformado el
núcleo del denominado “complejo militar-industrial” (Eisenhower), y la presidencia de
G.W.H. Bush no es más que un período de intensificación del aspecto arbitrario,
antigarantista, del poder estatal, es decir, del lado oscuro, violento y autoritario, del
“estado dual” o “doble estado” norteamericano. Esa intensificación ha sido propulsada
por el “complejo militar-industrial”, consolidado durante la Guerra Fría entre 1947 y
1986, al cual se añadió, también durante la Guerra Fría, los grupos de interés del sector
petrolero. Son estas fuerzas, la conjunción de la burocracia militar con las industrias de
armamento y de los hidrocarburos, aquellas que han impulsado a lo largo del siglo XX
el desarrollo del “estado dual” en Estados Unidos, un “estado dual” complementario de
un keynesianismo militar que, ahora, en esta primera década del siglo XXI, parece
combinarse de forma paradójica con la globalización neoliberal. Y son probablemente
estas fuerzas las principales responsables de la política exterior agresiva de la
Administración Bush actual y, por lo tanto, de sus principales consecuencias jurídicoconstitucionales
y jurídico-internacionales: o sea, la afirmación de una reserva de poder
absoluto presidencial, el renovado desprecio a la Carta de Naciones Unidas y el recorte

de derechos fundamentales.